jueves, 11 de abril de 2024

En el Centro Histórico de Cartagena de Indias

  Cartagena de Indias era considerada la ciudad colonial por excelencia, reuniendo, en su centro amurallado, las fachadas, las plazas y los templos con más encanto de toda Colombia.

Fundada en 1533 por el español Pedro Heredia, Cartagena de Indias fue el segundo asentamiento de los conquistadores tras Santa Marta, y rápidamente, la ciudad se convirtió en uno de los puntos marítimos más importantes del Caribe debido a su importancia como puerto de embarque de los tesoros de la Corona Española, y del comercio de esclavos procedentes del África Occidental.

Por esa razón, el Rey Felipe II ordenó la construcción de la fortaleza San Felipe de Barajas sobre el cerro San Lázaro, el fuerte más grande construido por los españoles en América Latina, que fuera erigido en 1536, y ampliado un siglo después, durante la época virreinal española.

Del 9 al 11 de febrero de 1586, el corsario Francis Drake, se presentó ante las costas de la ciudad con una flota de veintitrés navíos de guerra y más de tres mil hombres, atacando la ciudad, siendo la más importante acción militar realizada contra los puertos de América en el siglo XVI, a la que se llamó Batalla de Cartagena de Indias o Captura de Cartagena de Indias, dentro del marco de la Guerra Anglo-Española recientemente declarada. La ciudad, gobernada por Pedro de Bustos, no contaba con más defensa que el fuerte de El Boquerón, una trinchera tras la cual algunos defensores trataron infructuosamente de para el ataque, y la cadena con la que se pretendía impedir el paso a las embarcaciones enemigas a la bahía de las Ánimas. Al tomar la ciudad, Drake se dedicó al saqueo, y la redujo a cenizas en algo más de la mitad, y ante la negativa de sus habitantes de pagar el jugoso rescate que exigía, amenazó con derribar a cañonazos la catedral, que, en esos tiempos, era el bien más preciado. Entonces, hizo el primer disparo de advertencia, el cual fue suficiente para afectar seriamente su estructura, ya que la bala dio en una de sus columnas, derribándola, y llevándose consigo otras dos, además de desplomarse los cuatro arcos y parte del techo. Y a partir de ese hecho, las cartageneros pagaron ciento diez ducados de plata y así Drake convino en no continuar con la destrucción, retirándose el 12 de abril.

En 1614, años después de semejante ataque, por orden del Rey Felipe III, se construyó la muralla que constituyó una verdadera defensa, ante los sucesivos y constantes asedios que sufriera por parte de los ingleses y franceses, siendo el comandante francés Barón de Pointis, quien tomara el castillo a mediados de 1697.

A principio del siglo XVIII, al término de la Guerra de Sucesión, se instalaron los Borbones en España, quienes fundaron el Virreinato de la Nueva Granada, que comprendía Ecuador, Colombia y Panamá, dejando a Cartagena de Indias en una situación geográfico-comercial privilegiada.

La construcción del Fuerte de San Felipe de Barajas se basaba en una estructura con ladrillos y rocas, considerada hoy en día como una de las mejores en cuanto a estrategia militar, habiendo sido prácticamente impenetrable, a pesar de los numerosos ataques de los que fue objeto la ciudad. Uno de los más famosos fue el sufrido a manos de la flota británica en 1741, en el cual Sir Edward Vernon atacó Cartagena de Indias con un ejército de más de veintisiete mil soldados, ciento ochenta y seis barcos de guerra y dos mil cañones, sin lograr su objetivo, ya que el español Blas de Lezo, con sólo tres mil seiscientos hombres y seis barcos, consiguió derrotar a la armada inglesa en uno de los actos heroicos más espectaculares de la historia militar.

Tras ese ataque, entre 1742 y 1798, el matemático, teniente general e ingeniero militar Don Antonio Arévalo y Porras, dirigió y completó las obras de fortificación que se habían iniciado en 1614 a cargo del ingeniero italiano Bautista Antonelli, convirtiendo a Cartagena de Indias en la ciudad más fortificada y el puerto más seguro de la Corona Española en América. 

Castillo San Felipe de Barajas

  

Vista exterior del Castillo San Felipe de Barajas

  

Recorriendo la Ciudad Amurallada, fueron los balcones uno de los elementos arquitectónicos que más admiramos, ya que nos habían indicado, que, además de su belleza, eran considerados verdaderas reliquias históricas por haber recogido las pisadas tanto de virreyes como de esclavos, siendo delimitantes de las clases sociales de la época colonial en función de su tamaño y extensión. 

Callejuela rodeada de balcones

 

 

Extenso balcón, símbolo de alto nivel socioeconómico

  

Balcones rústicos y no bien mantenidos

  

Tal cual como lo había notado en Cali, yo veía que las colombianas se acercaban a los hombres de manera muy provocativa, mientras que, a las demás mujeres nos ignoraban o tenían un trato más distante o cortante, por lo que, en general, me caían bastante mal. Y eso volvió a ocurrir en el restorán donde fuimos ese mediodía.

Cuando Omar le pidió a la mesera la carta, ella, con extremada amabilidad, le dijo:

-          Ya se la regalo”, utilizando ese modismo por “dar”.

El almuerzo completo costaba unos diecinueve mil colombianos, equivalentes a diez dólares estadounidenses, algo de buen precio para nosotros; pero si bien, ya veníamos de otras ciudades colombianas, no sabíamos muy bien de qué constaba cada plato.

Entonces yo le pregunté:

-          “¿Qué es una arepa…?”

-          “¡Hable más duro…!”, - me pidió de mala manera.

-          No entiendo qué quiere decirme…” – repliqué.

-          “¡Es que no le oigo…!” – protestó.

-          Ah…, ¡que hable más fuerte! ¡¿Qué es una arepa…?!” – repetí casi gritando.

“Una especie de tortilla hecha con maíz blanco pisado y agua, para acompañar las comidas…” – respondió molesta, suponiendo que era obvio que debía saberlo.

Entonces Omar le consultó:

-          “¿Podría indicarme en qué consisten los “huevos rancheros…”?

-                      “Sí, señor. Se trata de huevos revueltos con salchichas, jamón y queso acompañados con rodajas de pan tostado de un solo lado…”, - le contestó muy amablemente, tirándosele encima, y dejándole ver parte de sus pechos en un amplio escote.

Él le dio las gracias por la información a lo que ella, en lugar de decirle “de nada”, le dijo “con gusto”.

Le hicimos el pedido, y yo me mantuve furiosa durante todo momento mientras Omar no podía parar de reírse y de hacerme enojar más, hablándome de las virtudes de la chica.

Y al final del almuerzo le preguntó a Omar:

-                     “¿Le regalo algo más…? ¿Desea beber un tinto…?”, lo que en Colombia significaba “café negro”.

A lo que Omar le contestó que los dos queríamos tomar un café.

Y ella, volviendo a dirigirse solamente a él, le consultó:

-          “¿Corto o largo…? ¿Oscuro o claro…?”

Finalmente trajo los dos oscuros largos, y tras cobrar y recibir la propina, le agradeció efusivamente a Omar.

Y a mí…, ¡la bronca me duró casi todo el día…! 

Omar almorzando

  

Variedad de alimentos en cada plato

  

Algo que adornaba gran parte de los balcones, y que se trataba de una tradición desde la época precolombina, era la de utilizar flores multicolores, ya fueran naturales o artificiales. De hecho, Colombia se había destacado desde hacía mucho tiempo por ser exportadora de flores, que, además, aparecían en sus estampillas, algo que me llamaba la atención cuando yo, de niña, las coleccionaba. 

Venta de flores artificiales que parecían naturales

  

La entrada principal al Centro Histórico había sido la que se encontraba en el sector de la muralla donde posteriormente, en el siglo XVIII, se construyera la Torre del Reloj. El antiguo reloj había sido llevado desde los Estados Unidos, y colocado en 1874, siendo reemplazado en 1937 por tecnología suiza. 

Torre del Reloj

  

Desde los portales que se encontraban debajo de la Torre del Reloj, se accedía a la plaza de los Coches, frente a la cual estaba la alcaldía de Cartagena de Indias, y que había sido el punto neurálgico de la ciudad durante la etapa colonial. 

Portal visto desde la plaza de los Coches hacia la plaza del Reloj

  

Esta plaza, como muchas otras de la ciudad había cambiado de nombre a través de la historia, denominándose plaza del Juez, plaza de Los Esclavos, plaza de la Yerba, plaza de Los Mercaderes, plaza de los Coches por haber sido estación de coches de caballos de alquiler, con la que se la conocía en 2012, año en que nos encontrábamos allí, a pesar de que su topónimo oficial era el de plaza de Ecuador.

Allí se había llevado a cabo la compra-venta de esclavos, se había instalado la picota pública donde se exhibían los reos para que pasaran vergüenza, se cambiaban oro, especias y valiosas prendas, llegando, además, las noticias del Viejo Mundo y de las nuevas colonias.

Los edificios que se encontraban bordeando gran parte de la plaza de los Coches, se caracterizaban por contar con amplias bóvedas arqueadas que daban cobijo al llamado “Portal de los Dulces”, que ya habían inspirado a Gabriel García Márquez para describir el olor de las freidoras de maní, los reflejos del atardecer en las peceras llenas de caramelos y la textura pegajosa de los bollos de guayaba. Una de las más famosas delicias consistía en una mezcla de millo, coco frito, panela y anís, que se denominaba “La Alegría” por considerar que al ser tan dulce mejoraría el estado de ánimo para todo el día.

Esos dulces eran producidos por mujeres negras “esclavizadas” que desde 1921 comenzaron a vendérselos a las personas que esperaban allí sus autobuses. 

El Portal de los Dulces desde la plaza de los Coches

  

Callejón de los Dulces

  

En el centro de la plaza de los Coches se había levantado el monumento a Pedro de Heredia, quien fuera un adelantado conquistador, fundador de la ciudad de Cartagena de Indias, su primer gobernador, y explorador tanto del Caribe como de la región andina de Antioquía y norte de Tolima.

De familia noble, durante su juventud en la Península Ibérica, como venganza de una lucha en la cual había sido herido, mató a todos sus atacantes y tuvo que huir a las Indias para evadir de la justicia, instalándose en Santo Domingo y dedicándose a labores agrícolas. Y de allí pasó a Santa Marta como teniente del gobernador Pedro Badillo, donde se enriqueció por el intercambio con los pueblos originarios de baratijas tales como espejos, cascabeles y gorros colorados a cambio de oro.

Heredia llegó a Kalamary acompañado por su concubina, la India Catalina, quien pertenecía a la etnia Mokana, siendo sobrina de caciques, y al haber sido raptada de niña por Diego Nicuesa y llevada a Santo Domingo, era muy conocedora tanto de las lenguas indígenas como del idioma español, habiendo adoptado la religión católica.

Tras algunas luchas en la región, Heredia logró tumbar la choza del jefe de la comunidad Kalamary, y el 1ro. de junio de 1533, clavó una estaca con un letrero que rezaba “San Sebastián de Kalamary”, topónimo que cambiaría a fines de ese mismo año por el de Cartagena de Indias.

Heredia levantó las primeras edificaciones que eran de madera, y luego de ser azotadas por un gran incendio en 1535, llegaron materiales desde España que le permitieron construcciones más sólidas, procediendo, más tarde, a explorar las zonas costeras del Caribe Colombiano estableciendo buenas relaciones con las comunidades originarias.

Sin embargo, al comenzar sus expediciones hacia el interior, saqueó sepulturas donde los nativos enterraban a sus difuntos con sus bienes colocando ofrendas de oro, y ante una denuncia ante el Consejo de Indias que terminó en un juicio en el que fuera encarcelado junto con su hermano Alonso, pagando una fianza con el oro que habían obtenido, fue absuelto en España, regresando a América con el título de Adelantado.

Siguió sus incursiones conquistadoras hasta que le fue enviado desde España un fiscal de la Real Audiencia, debido a las numerosas acusaciones por los abusos cometidos durante su gobierno como contravenciones a las leyes, apropiación de fondos de la Caja Real, envío fuera del país de oro sin quintar, nepotismo en el otorgamiento de cargos y encomiendas, entorpecimiento en las deliberaciones del cabildo, maltratos a indios y caciques a quienes había aperreado y quemado vivos, así como cortado labios, orejas y tetas. Y los indígenas que no fueron asesinados, sufrieron graves atropellos, siendo obligados a adoptar la fe católica.

El proceso que lo encontró culpable, se extendió entre 1553 y 1555, durante el cual, la India Catalina se rebeló y lo acusó de robar el oro de la Corona Española. Como consecuencia del resultado del juicio, se lo apartó de la gobernación, por lo que se fugó tratando de llegar clandestinamente a España para apelar, pero se ahogó en la travesía.

Por más que haya fundado la ciudad, ante semejante historial…, ¡no sé si merecía un monumento…! 

Monumento a Pedro de Heredia en la plaza de los Coches

  

En pocos pasos más, desde la plaza de la Aduana, divisamos las torres de la iglesia de San Pedro Claver, que databa del siglo XVII, y había sido consagrada al “apóstol de los esclavos”, mártir que dio su vida por la redención de los afroamericanos subyugados, cuyos restos se encontraban en el altar mayor, y se lo había designado Patrono de los Derechos Humanos. 

Cúpulas de la Iglesia de San Pedro Claver

  

Caminando sin rumbo fijo, nos deteníamos a observar más balcones, algunos de los cuales, pertenecían, sin duda, a un sector socioeconómico medio. Y a algunos de ellos los habían adornado con flores para hacerlos más atractivos.

Además, nos parecía muy agradable que se vendieran frutas de manera ambulante en todo el Centro Histórico. 

Balcones de un sector medio

  

Las flores eran un recurso para hacer más atractivos los balcones

 

Venta de frutas en una calle del Centro Histórico

  

Y en nuestro deambular llegamos a la plaza de la Proclamación, que lejos de constituir un amplio espacio, consistía en una calle un poco más ancha que las demás, pero cuya importancia residía en que el 11 de noviembre de 1811, el pueblo se había congregado allí para apoyar el Acta de la Independencia que se estaba firmando en la Casa del Cabildo, ubicada justo enfrente.

La Casa del Cabildo, un imponente edificio blanco con una serie de arcos, conocida también como Palacio de la Gobernación, se había convertido en la sede del Gobierno del Departamento de Bolívar, cuya capital era Cartagena de Indias. Si bien el edificio había sido reformado en diversas oportunidades, contando con balcones y balaustradas en la fachada, su estilo respondía al de los ayuntamientos castellanos que se caracterizaban por las dobles galerías abiertas hacia la plaza. 

Casa de Gobierno de la Provincia de Bolívar

  

Gente en la puerta de la Gobernación de Bolívar

 

Al otro lado de la plaza de la Proclamación se encontraba la Catedral Basílica Metropolitana de Santa Catalina de Alejandría, que era la sede episcopal del Arzobispo de Cartagena de Indias, una de las más antiguas del Nuevo Mundo.

El templo era de estilo herreriano, característico del reinado de Felipe II, que correspondía a la tercera y última etapa de la arquitectura renacentista española. Su construcción había comenzado en 1577 en reemplazo del edificio anterior que era de paja y cañas; pero, en 1586, cuando aún no se había finalizado, había sido damnificado por el ataque del corsario Francis Drake, lo que generara severos daños retrasando su terminación hasta 1612.

Después de otros episodios que lo afectaron y de sendas remodelaciones, en 1953, el Papa Pío XII le concedió el título litúrgico de Basílica Menor; y en 1995, por su significado histórico y valor arquitectónico, fue declarado Monumento Nacional de Colombia. 

Parroquia y cúpula de la Catedral desde la plaza de la Proclamación

  

Ya llegando a la intersección de las calles Santos de Piedra y 34, enfrente de la fachada principal de la Catedral, se encontraba la “esquina de los pintores”, donde artistas callejeros de gran talento, pero sin reconocimiento, ofrecían sus obras al mejor postor. 

Esquina de los Pintores en la intersección de las calles de los Santos de Piedra y 34

  

Continuando por la calle 34, frente a la plaza de Bolívar se encontraba el Instituto Geográfico “Agustín Codazzi”, nombre instituido en homenaje a quien fuera un célebre geógrafo y cartógrafo.

Giovanni Battista Agostino Codazzi Bartolotti, como era su verdadero nombre en italiano, había nacido en Lugo (Estados Pontificios), y después de su actuación militar durante las Guerras Napoleónicas, llegó a América ya avanzado el siglo XIX.

Tras ganarse la amistad y consideración de Simón Bolívar y otros generales patriotas, se incorporó al ejército del Libertador, y, gracias a la preparación militar adquirida en academias italianas, tuvo destacada actuación como hábil artillero, detentando el grado de coronel, y a posteriori de constituirse el primer territorio libre de la Nueva Granada, navegó hacia Buenos Aires para ponerse al servicio de las Provincias Unidas del Río de la Plata.

Finalizada la lucha por la independencia, dejó de lado la actividad bélica para dedicarse a la investigación geográfica y cartográfica, llevando a cabo en 1840 sus obras Atlas Físico y Político de la República de Venezuela y Resumen de la Geografía de Venezuela, que fueran elogiadas y reconocidas por la Academia de Ciencias de París, por la Sociedad Geográfica de París, y por el propio Barón Alexander von Humboldt. Y por su aporte a la ciencia mundial le fue conferida la Cruz de la Legión de Honor por parte del Rey de Francia Luis Felipe I, nombrándolo Miembro Honorario de la Sociedad Geográfica de París, de la Sociedad Geográfica de Londres, de la Sociedad Geográfica de Berlín, y de la American Ethnology Society de Nueva York.

Y en su liderazgo de la Comisión Corográfica de Colombia, realizó innumerables tareas para el gobierno de Bogotá, tanto cartográficas como militares. Entre sus libros publicados se destacaban Apuntaciones sobre inmigración y colonización (1850), Geografía física i política de la provincia de Ocaña (1850), Resumen del diario histórico del Ejército del Atlántico, Istmo y Mompox, llamado después Ejército del Norte (1855), Jeografía Física i Política de las Provincias de la Nueva Granada (1856), Descripción general de los indios de la Nueva Granada (1857), Descripción del territorio del Caquetá (1858), y Antigüedades indígenas de San Agustín (1858).

Debido a las continuas exploraciones de extranjeros en el istmo de Panamá, principalmente de Francia, el Reino Unido y Estados Unidos, el gobierno de la Nueva Granada encomendó a Agustín Codazzi el estudio de una posible ruta para abrir un canal interoceánico, a lo cual dictaminó que la vía Panamá-Colón era la más indicada para realizar la obra.

Falleció en 1859, a los sesenta y seis años, en la aldea de Espíritu Santo, producto de la malaria que lo atacó durante un viaje de expedición a la Sierra Nevada de Santa Marta.

Aunque su obra había quedado incompleta, sus asistentes y seguidores completaron y publicaron sus mapas en el Atlas de los Estados Unidos de Colombia en 1865, y en el Atlas Geográfico e Histórico de la República de Colombia en 1890.

En 1898 su archivo personal con manuscritos, bocetos, correspondencia y mapas fue depositado en la Biblioteca Nacional de Turín (Italia), y una copia ha sido entregada al Archivo General de la Nación en Bogotá.

¡Bien merecido el nombre del Instituto de Geografía! 

Detalle del balcón del Instituto Geográfico “Agustín Codazzi”

  

Puerta de ingreso al Instituto Geográfico “Agustín Codazzi” sobre la calle 34, frente a la plaza de Bolívar

 

Cruzamos hacia la plaza de Bolívar, que había sido la Plaza Mayor en la época colonial, y que tenía, como lo indicaba su topónimo un monumento a Simón Bolívar, con las siguientes inscripciones:

CARTAGENEROS. SI CARACAS ME DIO VIDA,

VOSOTROS ME DISTEIS GLORIA…

¡SALVE CARTAGENA REDENTORA! - BOLÍVAR

 

NADA PUEDE SERME MÁS LISONJERO

QUE VERME COLOCADO ENTRE LOS HIJOS

BENEMÉRITOS DEL ESTADO DE CARTAGENA - BOLÍVAR

 

Simón José Antonio de la Santísima Trinidad Bolívar Ponte y Palacios Blanco, más conocido como el Libertador fue un militar y político que lideró las campañas que dieron la independencia a varias naciones americanas, además de ser fundador de la Gran Colombia, que luego deviniera en los estados de Venezuela, Colombia y Ecuador, ayudando a consolidad la independencia de Perú, siendo la inspiración en la última etapa de la de Panamá, y estando involucrado en la cuestión fundacional de Bolivia. También fue legislador y redactor de constituciones, jurista y ambientalista.

Tuvo un conflicto político con su ayudante de campo Antonio José de Sucre, quien junto a Casimiro Olañeta tenían intenciones de crear un nuevo estado en el margen de las provincias del Alto Perú, a lo cual él se oponía. Pero al fundar dicho estado, para que Bolívar lo reconociese, la asamblea deliberante lo denominó República Bolívar y posteriormente República Boliviana o Bolivia.

En sus últimos años, Bolívar se desilusionó cada vez más con las repúblicas sudamericanas y se distanció de ellas por su ideología centralista. Fue destituido sucesivamente de sus cargos hasta que renunció a la presidencia de Colombia y murió de tuberculosis en 1830.

Si bien en 1811 se había escuchado el grito de la independencia en el barrio de Getsemaní, adquiriendo la ciudad, el apodo de La Heroica, por la valentía con la que se enfrentaron los lugareños al general español Pablo Murillo, al no estar preparados para gobernar, Cartagena de Indias, durante gran parte del siglo XIX, se hundió en una larga y profunda crisis política, económica y social.

Desde 1858, se había constituido como República de la Confederación Granadina, y a partir de la Constitución de 1863, como Estados Unidos de Colombia se habían aplicado de manera extrema los principios liberales, concediéndose demasiada autonomía a los estados, otorgando libertades de prensa, empresa, asociación, porte y comercio de armas, movilidad hacia adentro y fuera del país, proclamando un estado laico, aboliendo la pena de muerte, y delegando casi todas las facultades de gobierno al Congreso. Si bien es cierto que se produjeron avances en cuanto a la educación, como la creación de la Universidad Nacional de Colombia en 1867, y la expansión de la infraestructura ferroviaria y telegráfica, las frecuentes guerras civiles entre los estados y la ausencia de un poder central, condujeron al país a una anarquía, y a la división de los liberales en dos bandos irreconciliables. Los radicales estaban integrados por la clase alta, dueña de los altos cargos del gobierno, y los moderados e independientes, compuestos por algunos expresidentes, congresistas, la clase media, intelectuales, literatos y los comerciantes.

Pero ya a fines del siglo XIX, surgió el “Movimiento de la Regeneración”, liderado por Rafael Wenceslao Núñez Moledo, cuyo lema era “Una Nación, un pueblo, un Dios”, y estaba conformado por los conservadores y los liberales moderados, en oposición a los liberales radicales. Cuando el movimiento regenerador llegó al poder, impulsó una serie de reformas por las cuales se regresó a un modelo de estado proteccionista, en el cual el estado era el responsable de la política económica en materia de importación y exportación, así como del control bancario, y el establecimiento de impuestos y aranceles, se reestableció la pena de muerte, y aunque se aceptó la libertad de cultos, se reconoció la supremacía católica devolviendo privilegios y bienes incautados de los que había gozado la Iglesia Católica tiempos ha, así como otorgándole a los obispos la potestad para elegir los manuales en las escuelas públicas y de expulsar a los profesores que no fuesen de su agrado; los estados se convirtieron en departamentos regidos desde la capital con gobernadores nombrados por el presidente, pasando del régimen federal a uno unitario. Pero dentro de la Regeneración no había uniformidad, dándose origen a dos corrientes de pensamiento opuestas, la liderada por José María Samper y por Rafael Núñez quienes querían un estado fuerte, pero sin menoscabar las libertades individuales, y la de Miguel Antonio Cano, que pretendía un régimen más autoritario, conservador y clerical. En la nueva Constitución promulgada en 1886, prevalecieron las ideas autoritarias de Caro, por lo cual Núñez se retiró de la presidencia para no tener que firmarla como mandatario. José María Campo Serrano fue el encargado de ponerla en vigencia, proclamándose la República de Colombia. Dicha Constitución se mantuvo en vigencia con algunas reformas hasta la promulgación de la Constitución de 1991, que estableció la división de poderes ejecutivo, legislativo y judicial, tratando de evitar la concentración del poder en uno de ellos.   

Monumento al Libertador en la plaza de Bolívar

 

Cartagena de Indias ha sido reconocida históricamente como una ciudad de negreros, por lo cual nos encontramos con una importante población de afrodescendientes, que se encontraba en situación vulnerable, tanto respecto de la vivienda como de la educación, oportunidades laborales, y concentrados en determinados estratos de la ciudad, donde no contaban con los servicios públicos básicos.

Si bien muchos “afros”, habían demostrado que no solo tenían aptitudes para el baile y el deporte, sino que podían desempeñarse en otros ámbitos laborales, Cartagena de Indias se caracterizaba por tener un sistema social cerrado y cíclico, donde el poder siempre estaba concentrado en una elite compuesta por blancos. De hecho, observamos un racismo que se reproducía desde afuera hacia adentro de las comunidades afrodescendientes, destacando que eran los principales victimarios en crímenes, robos, ataques, y otros delitos, a lo que los demás ciudadanos acusaban de “tenía que ser negro”, por lo cual, tanto en el hotel como en algunos negocios atendidos por blancos que se creían superiores a los demás, nos indicaban que tuviéramos extremos cuidados respecto de ellos. Sin embargo, lejos de los prejuicios de algunos de los cartageneros, no solo que no tuvimos ningún episodio negativo respecto de ellos, sino que los veíamos muy trabajadores como vendedores ambulantes, con mucho sacrificio, y muy amables con los turistas, que, en muchos casos, los trataban con un profundo desprecio.

Pero, por otra parte, también se percibía un endorracismo, como de adentro para adentro, por el cual, muchos de los “afros”, no se sentían capaces de demostrar sus aptitudes para destacarse en ámbitos de la política, la economía, el ámbito nacional, el derecho, las ciencias políticas o la investigación. Y al no visualizarse estas actividades por parte de algunos miembros de la comunidad, se reproducía el ciclo, sin poder modificarse su estado de subordinación.

No obstante, a pesar de las limitaciones en cuanto a ascenso social, en la plaza convergían todo tipo de gentes, de todas las etnias, tanto locales como extranjeras. 

Vendedora de frutas de la comunidad afrodescendiente

  

Gentes de todas las etnias en la plaza de Bolívar

  

Después de atravesar la plaza, sobre la carrera 3ra. nos encontramos ante una mansión donde funcionaba el Museo Histórico de Cartagena, edificio conocido como Palacio de la Inquisición, cuya construcción había finalizado en 1770 después de tres cuartos de siglo que duraron sus obras. En realidad, el Palacio estaba compuesto por tres casas, dos frente a la plaza y una más sobre la calle vecina, conocida como la Casa de los Calabozos. La fachada contaba con rejas en la planta baja y balcones en el piso superior, y con una formidable portada barroca labrada en piedra coralina, en la cual se distinguían arabescos, el escudo de su propietario original y la cruz del Cristianismo. En la fachada lateral, sobre la calle de la Inquisición, se habían instalado el “buzón de la ignominia”, que, a partir de una pequeña ventana coronada por una cruz, servía para que los delatores dejaran anónimamente su información.

Por Real Cédula de Felipe III, el 8 de marzo de 1610 se había establecido el Tribunal del Santo Oficio, que dictaba los autos de fe contra los presuntos herejes, constituido por dos inquisidores, un fiscal, empleados de secretaría y alguaciles. Funcionó durante dos siglos, y después de un breve lapso en que fuera suspendido a raíz de la Independencia, entre 1811 y 1815, fue reestablecido para ser completamente abolido en 1821 al consolidarse la República.

Desde 1945, la Casa pasó a ser propiedad del estado, para luego ser convertida en Museo Histórico de Cartagena, sede de la Academia de Historia, y del Archivo Histórico de la ciudad. 

Palacio de la Inquisición

Museo Histórico de Cartagena

 

Portada barroca labrada en piedra coralina del Palacio de la Inquisición

  

Continuamos nuestro camino avanzando por la calle Inquisición y doblando por la Carrera 3; y mientras admirábamos balcones floridos, llegamos hasta la iglesia de Santo Domingo. 

Faroles y balcones floridos por todas partes

 

Carrera 3 entre las calles de la Inqusixión y 35

 

A partir del siglo XVI se había establecido el Convento de San Domingo, santo fundador de la Orden de los Dominicos, quienes lo mantuvieron hasta el siglo XIX.

Desde el origen mismo de la ciudad, los frailes se habían dedicado a la enseñanza de la doctrina cristiana a los naturales encomendados, pero el edificio con que contaban era sumamente precario, por lo cual, a pesar de la resistencia de los encomenderos en colaborar con su limosna, después de ciento cincuenta años en que los fondos llegaban con extremada lentitud, y con un aporte de la Corona Española, en 1630 se terminó el templo.

Seguramente, la resistencia por parte de los encomenderos en colaborar con la construcción de la iglesia se basara en que durante el siglo XVI, los dominicos hicieron labores en defensa de los indígenas frente a la explotación de que eran objeto; aunque esta orden religiosa colaboró como las demás comunidades de la ciudad durante el período de la Inquisición, en el papel de calificadores, encargándose de estudiar teológicamente las proposiciones consideradas heréticas, y de buscar el arrepentimiento del acusado.

El Convento había sido saqueado en varias oportunidades durante los ataques de corsarios y piratas, así como ocupado por las tropas reales convirtiéndolo en cuartel provisional con los consecuentes destrozos, además de la destrucción causada por el terremoto de 1761. Y, posteriormente, durante la Guerra de la Independencia, volvió a sufrir los estragos causados por las batallas y asedios tanto de las tropas realistas como de las patriotas.

En 1833, el Convento de Santo Domingo fue expropiado por el Gobierno, y éste a su vez, lo cedió a la Diócesis de Cartagena de Indias, pasando luego a la Arquidiócesis en regular estado de conservación, hasta que ésta lo cediera en comodato a la Agencia Española de Cooperación Internacional que, a través de su  programa de Escuelas Taller lo restauró con el fin de instalar un Centro de Formación para la transmisión de conocimientos técnicos de las administraciones de países iberoamericanos, además de convertirlo en un centro cultural. 

Detalle del frontispicio de la iglesia de Santo Domingo

  

Frente a la iglesia de Santo Domingo se encontraba la plaza homónima, que estaba rodeada de bares y restoranes que funcionaban en hermosas casonas coloniales con los tradicionales balcones, que, en muchos casos, sacaban las mesas a la intemperie cubriéndolas con sendas sombrillas.

Y en medio de la plaza seca llamaba la atención “Gertrudis”, la escultura de una mujer desnuda recostada, del artista colombiano Fernando Botero, que fuera colocada en el año 2000, y pesaba unos seiscientos cincuenta kilos. 

Gertrudis”, la obra de Fernando Botero en la plaza Santo Domingo

 

Después de tanto andar, se nos hacía imperioso conocer la famosa muralla, que tanto había protegido a la ciudad, y, que, a la vez, la hacía tan importante desde el punto de vista turístico pasados los tiempos de los piratas del Caribe. Y fue así, que desplazándonos por la calle 35, contigua a la plaza de Santo Domingo, llegamos a la Carrera 2, donde nos toparíamos con el baluarte de Santo Domingo, situado en la playa de La Marina, con el que se había iniciado la construcción de la muralla a principios del siglo XVII. Y si bien, el amurallamiento se finalizó en 1798 con la construcción de las bóvedas, se podría afirmar que para 1633, las defensas de la ciudad estaban completas, ya que para esa época Cartagena contaba con veintiún baluartes debidamente artillados, junto con sus respectivas murallas, que le conferían un acordonamiento pétreo que albergaba las islas de Calamarí y Getsemaní, que, unidas por el puente de San Francisco, contenían al grueso de la población del momento. Por fuera del “corralito de piedra”, no existía más que la densa vegetación de la región, el cerro de La Popa, coronado por el convento de los Agustinos, y el de San Lázaro, asiento en 1657 del fuerte de San Felipe de Barajas, que brindara respuesta práctica a los problemas militares de entonces.

La altura de la muralla no era pareja, ya que fue construida en secciones como una serie de baluartes independientes con una cortina de piedra que los conectaban, pero en algunos sectores era de algo más de nueve metros de alto por casi veinte de espesor en sus bases, con bastiones que se proyectaban desde el muro y construidas en ángulo para permitir el fuego defensivo en varias direcciones, además de torres y cañones. Desde las garitas, de reducidas dimensiones, aspilleradas y cubiertas, localizadas estratégicamente, los centinelas ejercían la vigilancia

Las bóvedas, que se construyeron a fines del siglo XVIII, eran cuarteles a prueba de bombas destinados a proporcionar un refugio seguro contra el fuego de artillería a los defensores de la ciudad.  

Y las cimas anchas ahora servían como pasarelas para los visitantes, proporcionando panorámicas vistas de la ciudad y del mar. 

Llegando a la muralla por la calle 35 hasta la carrera 2


Cañones apuntando al mar

  

Vista de la avenida Santander y el mar desde la muralla

  

Cañones y garita sobre la muralla

  

Vista de la cúpula de la Catedral Santa Catalina de Alejandría desde la muralla

  

Vista de la cúpula de la iglesia de San Pedro Claver desde la muralla

 

Vista panorámica del sector moderno de la ciudad desde la muralla

  

Bajamos de la muralla a través de Carrera 2 y la Calle 36, y al llegar a la calle de Don Sancho, pudimos divisar, a lo lejos la Catedral Basílica Metropolitana de Santa Catalina de Alejandría. 

Catedral Santa Catalina de Alejandría, vista desde la calle de Don Sancho

  

Y en la intersección de las calles de Don Sancho con 38, nos encontramos ante el teatro Adolfo Mejía, más conocido como Heredia. Su construcción se había iniciado en 1906 con estilo italiano con influencia caribeña, dentro del recinto de la Capilla de la Merced, que había sido abandonada durante las Guerras de la Independencia, siendo inaugurado el 13 de noviembre de 1911 con el nombre de Teatro Municipal por motivo del primer centenario de la Independencia de Cartagena. Durante los primeros años, en que tuvo sus grandes destellos de esplendor, se habían presentado importantes compañías cuyos repertorios estaban compuestos por ópera italiana y zarzuela española. En 1933 le fue cambiado su nombre por el de Teatro Heredia en conmemoración del cuarto centenario de la fundación de la ciudad. Y tras una etapa de decadencia, en 1937 se comenzó a utilizar como cinematógrafo, además de ofrecer conciertos, recitales, homenajes, comedias, ballet, conferencias, títeres, zarzuelas, teatro cómico, mentalistas, mitines políticos, entre otras presentaciones. Pero ante el peligro para los asistentes por el avanzado deterioro, en 1970 se había puesto fin a su actividad, hasta que, en 1988 se hiciera cargo la Fundación para la Conservación y Restauración del Patrimonio Cultural Colombiano, en virtud de un comodato firmado con el Municipio de Cartagena, por el cual, a partir de fondos obtenidos por parte de diversas instituciones públicas, pudieran restaurarlo y reabrir sus puertas en 1998, momento en el cual se lo comenzara a llamar Teatro Adolfo Mejía en honor a uno de los mejores músicos y compositores del Caribe. 

Teatro Heredia, sobre la calle de Don Sancho con intersección 38

  

Continuando nuestra caminata por la Calle 38, y sin dejar de sorprendernos ante la belleza de balcones y rejas con flores coloridas, llegamos hasta la iglesia de Santo Toribio de Mongrovejo, cuya construcción se iniciara en 1666, siendo la última levantada durante el período colonial. 

Reja tan sencilla como bonita

  

Y en este templo estaba enterrado Pedro Romero, quien a pesar de haber sido uno de los pensadores y artífices de la Independencia de Cartagena, no solo que no aparecía firmando el Acta, sino que tampoco tenía rostro visible. Solo se sabía que era mulato, herrero, que fabricaba un cañón, que fundía una campana y armaba un barco. 

Iglesia de Santo Toribio, sobre la calle 38 y carrera 7

  

Otra característica del Centro Histórico de la ciudad eran las “mujeres de la fruta”, quienes vendían mangos, mandarinas, naranjas, piñas, papayas, sandías, cocos y aguacates, entre muchos otros frutos de regiones cercanas; y que exigían propinas a los turistas que quisieran tomarles fotografías. 

Vendedores de frutas

 

Vendedora de frutas con la mercadería sobre su cabeza

 

A la Carrera 8 se la conocía también como calle de la Cochera del Hobo, aunque en la época de la colonia se denominaba “Nuestra Señora del Socorro”.

Se decía que en un amplio solar de dicha calle existía una cochera de propiedad del señor Antonio Álvarez, apodado “El Lobo”, por sus largas y ásperas barbas, pero, que con el correr del tiempo, la palabra “lobo”, había devenido en “hobo”. La cochera en cuestión era muy solicitada porque su dueño atendía pacientemente a los muchos cocheros que allí llegaban para poner en custodia sus vehículos y caballos.

Calle de la Cochera del Hobo, desde la esquina de la calle 38

 

Ya avanzado el siglo XX, Cartagena logró mantenerse al margen del conflicto entre las guerrillas, los paramilitares y el estado que sacudiera al país durante casi setenta años, y logró hacer crecer su imagen de destino turístico.

El Centro Histórico de Cartagena de Indias “La Ciudad Amurallada”, había sido declarada Patrimonio Nacional de Colombia en el año 1959, mientras que, en 1984, el Comité del Patrimonio de la Humanidad de la UNESCO, la incluyó en la lista del patrimonio mundial como “Puerto, Fortaleza y Conjunto Monumental de Cartagena de Indias”.

Por todo esto, era que la oferta hotelera no solo que era muy abundante, sino que estaba al alcance de diversidad de bolsillos, ya que, además de la hotelería de varias estrellas, había hospedajes como el hostal Casa Marco Polo o el apartamento Los Balcones, por mencionar solo algunos de ellos, sobre la calle 38. 

Casa Marco Polo, sobre la calle 38, entre las carreras 9 y 10

  

LOS BALCONES, sobre la calle 38, entre las carreras 10 y 11

  

Generalmente se tendía a creer que el turismo todo lo resolvería, sin embargo, podemos afirmar, que, lejos de que sucediera, contribuía a profundizar lo ya existente. Y Cartagena de Indias no era la excepción. Así como las grandes empresas hoteleras, gastronómicas y de transporte amasaban grandes fortunas, una gran parte de la sociedad cartagenera se había podido incluir marginadamente, mientras que otros continuaban apenas sobreviviendo. Por eso, no era de extrañar ver a gente en situación de calle durmiendo donde le fuera posible. 

Un hombre en situación de calle durmiendo en la puerta de un edificio

  

Mientras avanzaba la tarde, nosotros seguimos caminando por un lado y otro sin dejar de observar cada detalle, tanto en cuanto a la cultura colombiana, como a los productos de venta callejera, y a la arquitectura tan rica históricamente.

Si bien no habíamos hecho una excursión con guía, nos detuvimos en varias oportunidades a conversar con la gente del lugar, que, con sumo agrado, sin que prácticamente lo preguntáramos, nos relataban historias o nos hacían conocer características de la ciudad. Y una de ellas estaba relacionada con las aldabas, esas piezas de hierro o bronce que veíamos en las puertas de muchos edificios que se utilizaban para llamar cuando no existían los timbres. Un señor muy interesado en que tuviéramos una idea de lo que había significado la jerarquía social en la antigua Cartagena, nos comentó que las particularidades de cada aldaba mostraban el estatus de la familia. No solo que mayor tamaño indicaba mayor posición social, sino que las formas de los animales correspondían a la profesión del propietario. Los lagartos representaban a la realeza, lo que significaba el origen español de los habitantes de la vivienda; un pez o una sirena, se refería a los comerciantes, particularmente los que se ganaban la vida con el mar; y los leones indicaban que en ese edificio vivían maestros o militares. 

Venta de frutas por todas partes

  

Variedad de viviendas en la ciudad amurallada

  

Observando más balcones…

  

Elegante balcón en esquina y edificio con columnas corintias

 

Farol y balcón con flores, verdadero símbolo de Cartagena de Indias

  

Tras un merecido descanso salimos a cenar, para lo cual nos allegamos hasta el Café del Mar, que se encontraba en el baluarte de Santo Domingo sobre la muralla. Y después de probar platos típicos, pretendimos disfrutar de un exquisito café colombiano, pero, pese al nombre del establecimiento, ¡no servían café…! Tampoco contaban con jugos de fruta, sino solo gaseosas y bebidas alcohólicas, por lo que nos tuvimos que conformar con un té frío gasificado.

Este lugar presumía no solo de utilizar productos frescos de la mejor calidad apoyando a los pequeños productores locales, sino de haber sido, desde 2010, el primer resto-bar, a nivel mundial con el código de conducta THE CODE de la UNICEF que buscaba la prevención de la explotación sexual de niños, niñas y adolescentes en el contexto de viajes y turismo; además de flexibilizar las jornadas laborales con el fin de permitir que sus colaboradores puedan cumplir con sus estudios profesionales; contar con grupos de madres cabezas de hogar; y comprometerse con un turismo sostenible utilizando productos y empaques amigables con el medio ambiente, separando correctamente los residuos, y participando activamente en el programa de limpieza “limpiarte”, por una Cartagena más limpia. 

Omar tomando té frío en el Café del Mar

  

 Volvimos a recorrer la muralla en una noche muy oscura en que los cañones apuntando hacia un mar absolutamente negro generaban escalofrío. Y las garitas, en esa noche tan cerrada parecían pequeños castillos fantasmales. Era realmente tenebroso e inducía a reflexionar sobre toda la tétrica historia de Cartagena de Indias. Solo las cúpulas iluminadas de la Catedral Santa Catalina de Alejandría y de la Capilla San Pedro Claver parecían simbolizar una luz de esperanza en las tinieblas. 

Cañón de la muralla durante la noche

  

Garita de la muralla

  

Cúpula iluminada de la Catedral Santa Catalina de Alejandría desde la muralla

  

Cúpula iluminada de la Capilla San Pedro Claver desde la muralla

 

Lentamente la gente fue desapareciendo del lugar, y tal como nos lo habían aconsejado, decidimos también abandonar la muralla, y dirigirnos a nuestro hotel por calles tenuemente iluminadas, que no nos ofrecían demasiada confianza. 

Regresando al hotel por las calles tenuemente iluminadas

  

Cuando llegamos al hotel Santa Cruz que ocupaba una antigua casa, tocamos timbre, ¡pero no salía nadie…! Insistimos, golpeamos con fuerza, ¡y nada…! No solo sentimos temor por tener que dormir afuera, sino que la calle de la Moneda ya estaba absolutamente vacía. Y después de casi media hora, en que los timbrazos y los golpes pudieran aturdir a cualquiera, apareció el sereno casi dormido tambaleándose, y, no solo que no nos pidió disculpas, sino que nos cuestionó el haber llegado tan tarde.

Evidentemente…, ¡una ciudad sin noche…!